domingo, 6 de marzo de 2011

Diéresis



Eran poco más que un remedo, un intento de juventud. Vivían embriagados, descargando los equipajes en hoteles de paso y casas de amigos que habían conocido la noche pasada. El aire les congelaba las mejillas, les caía el rocío matinal en el cabello, gritaban como condenados a muerte y asumían con candidez la orfandad que les deparaba el destino. El tiempo era un montículo de arena que se acumulaba en el reloj de sus vidas: nada era considerado lo suficientemente sagrado como para ser tomado en serio, y lo único que les preocupaba era encontrar un lugar para dormir.
Reían obscenamente, con avidez y descontrol, pues la risa era lo único que los apartaba de la repugnancia y la lástima. Reían porque la risa era lo más parecido al llanto, lo que más los vinculaba a la realidad ajena,  lo más cercano a aquello que se prohibían a sí mismos: el retorno. No hablaban de ello, pero bastaba poco más que unos minutos de silencio para que uno supiera que el otro estaba, en silencio, añorando aquello que nunca se atrevería a admitir.
A mí me gustaba, de manera especial, Anrai. Era poco más que luz y silueta, una criatura etérea que contenía el universo en su mirada. Solía andar junto a Leo y Daniel, un par de escritores aficionados cuyo único temor consistía en llegar a morir arrollados por un camión cisterna. A ellos se les sumaba Paula, a quien apodaban Popea, y (aunque de manera menos frecuente) Vanessa. No era extraño ubicarlos: siempre se hallaban en el lugar más ruidoso y concurrido, o en el más desolado y deshabitado. Estoy segura de que, para ellos, los términos medios consistían poco más que referentes discretos de la rutina y la renuncia. A Leo le asqueaba y aterrorizaba la idea de saber qué haría el día siguiente, dónde amanecería o qué comería. Daniel no se ocupaba de las meditaciones ajenas, y, sospecho, tampoco de las suyas. Solía caminar con las manos en los bolsillos, la cabeza altiva y la mirada fija en el piso. Siempre llevaba un cigarrillo entre sus dedos, que antaño poseían una tonalidad marfileña. Él no me inspiraba mucha confianza: tenía unas maneras demasiado correctas y hermosas, casi perfectas. Era cortés, prudente, encantador y sombríamente calculador. Nunca sonreía con la mirada: se limitaba a torcer sus labios y asentir con los ojos. 
A todos ellos los conocí una y muchas veces, pero no recuerdo cuáles fueron y cuáles no. El único momento memorable, según Leo, fue cuando pasaron la noche en el departamento de Vanessa. Ella, a diferencia de los otros tres, trabajaba como diseñadora y vivía con la seguridad que le proporcionaba el depósito mensual de sus padres. Era engreída, directa y algo temperamental. Por alguna razón, el único que la trataba con consideración era Daniel, cosa que a ella poco le importaba. Su hogar era terriblemente caótico, olía a café tostado y me recordaba a una cueva excepcionalmente cálida. Lo más fascinante de aquel lugar era, sin duda alguna, el  balcón que daba hacia la avenida, al que Anrai no prestaba atención (solía fumar en la bañera, pero los demás se obligaron a detenerlo desde la vez en que casi se ahoga).

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