sábado, 26 de febrero de 2011

Óculo

1.
Estaba tanteando. Mis reflejos son agudos y sutiles, perturbables hasta por el más insignificante gesto que pueda percibir en el rostro de los demás. Suelo confunfir la risa suave con el llanto disimulado, la alegría con la histeria y la seriedad con la maquinación. No sé (tampoco he sabido, ni sabría explicar) qué es aquello que me impide percibir la espontaneidad, palabra con la que me encuentro familiarizada pero cuyo referente no logro hallar en la realidad.

He sabido de personas que son capaces de interpretar gestos y enlazarlos con el pensamiento, sentimiento y las motivaciones de los demás. He oído de unos pocos detectores de mentiras antropomorfos, una especie de máquinas humanas a las que no se les escapa ni media verdad. Sin embargo, no puedo afirmar que mi caso sea uno de aquellos prodigios: no tengo ninguna habilidad especial, específica o sobresaliente. Lo único con lo que cuento es con una paciencia tal que roza los límites de la dejadez, un extraño interés por prever el actuar de las personas, y mucho tiempo libre. 

2.
Estoy pendiente de la reacción del extraño que va ocho pazos delante de mí: verá al ratón plomizo que cruza la pista y sospecho que no gritará, sino que lo mirará con repulsión. ¿Cómo lo sé? Mantiene un paso firme y regular, coge su maletín con descomunal aprensión, sus movimientos son casi mecánicos y viste un terno negro un tanto plomizo, parecido al color del roedor. Se trata, en resumidas cuentas, de un hombre decente.

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